jueves, 15 de mayo de 2014

La luz de Candela.


A veces la vida me viene grande. O quizá sea yo la
que se vuelve pequeña ante tantas cosas que no entiendo.
No lo sé. Tampoco sé por qué te quise tanto,
por qué te sigo queriendo. Ni por qué me cuesta tanto
olvidarte. No entiendo que puedas pasar sin mí,
sin mis besos. Nadie me ha besado como tú, me decías.
Y, sin embargo, prefieres no besarme. O quizá
te mueres de ganas y no te atreves a reconocerlo. Es
eso. Tiene que ser eso. Ha pasado tanto tiempo que
no te atreves a acercarte por miedo a que esté con
alguien, a que te diga que no, que ya no te quiero.
Pero ¿qué hago? ¿Te estás escuchando, Candela?
Tengo que dejar de autoengañarme y de fantasear
contigo. Mi eterno problema: mi empeño en idealizar
lo nuestro, nuestra historia de amor. En idealizarte
a ti. Siempre en lo alto, un paso por delante,
siempre inalcanzable, siempre una pieza carísima
de conseguir. Cuántas trampas me he encontrado a
lo largo de estos años. Y caí en todas. La primera,
aquel primer día.
Recibí un mensaje en el móvil. Decía: «Pon música,
que ya salgo para allá». A esas alturas yo todavía
no sabía muy bien qué venías a hacer a mi casa un
sábado por la tarde. No me creía que tuvieras interés
por mí. Hacía un rato que había terminado de comer
y para calmar los nervios que me producía tu visita,
me duché y me vestí de manera informal. No quería
que notaras que te estaba esperando impaciente.
Me puse un vaquero corto y desgastado que yo
misma había cortado y una camiseta negra que caía
ligeramente hacia un lado dejando al descubierto
un hombro. En los pies, unas chanclas de playa que
mostraban sin pudor las uñas esmaltadas para la
ocasión en tono coral. El pelo recogido, sin maquillaje
y el quemador de canela soltando aroma.
Al fin sonó el timbre. Salté como un resorte, pegué
un respingo y miré el calendario ilustrado con
escenas de clásicos del cine que había colgado en la
cocina. Era 12. Ese día lo tenía marcado en rojo porque
por la noche iba a un concierto. Sonreí y bajé a
abrirte. Llevaba seis meses viviendo en aquella casa y
todavía no había reparado el telefonillo. Varios años
después dejaría la casa y aquel aparato seguiría sin
funcionar. Bajé los peldaños de dos en dos. Las piernas
me temblaban, pero las ganas podían a la inquietud
que me provocaba aquel encuentro.
Abrí la puerta y allí estabas tú. Tan guapo, tan
alto, tan fuerte, tan, tan, tan. Así te veía yo: tan todo.
Llevabas unos vaqueros y una camiseta blanca que
destacaba tu bronceado. Una mirada, y tu sonrisa
dejó al descubierto esos dientes perfectamente ordenados
que muy pronto se iban a convertir en un
escenario tan familiar para mí. Ni siquiera nos saludamos
con dos besos. Ambos éramos conscientes de
que aquella visita supondría un punto de inflexión
en nuestra relación.
Entramos en casa y nos sentamos en el sofá. Sonaba
música de fondo y te ofrecí un café. De nuevo
tu sonrisa anunciando que no querías nada. «Un
poco de agua», sugeriste finalmente. «Agua», pensé
yo. ¡Menuda fiesta!
Traje el vaso y nos quedamos en silencio. En un
último esfuerzo por hacer más llevadera la incómoda
situación me preguntaste qué estaba haciendo. Improvisé
algo, creo que te dije que estaba viendo una
película y te enseñé algunos CD que tenía guardados
en el mueble sobre el que se apoyaba la televisión.
Intentaba ganar tiempo, no sé muy bien para qué.
Te diste cuenta de que tenías el control. Me miraste
con ternura, esa mirada de cuando detectas
que el otro lo está pasando fatal. Alargaste el brazo y
golpeaste con la mano el sofá mostrándome el camino
de vuelta, ese que estaba a punto de emprender.
Cerré la puerta del mueble, me acerqué adonde
estabas y me senté junto a ti. Aun así, guardé una
distancia prudencial porque mi agitado corazón me
alertaba de que comenzábamos a pisar arenas movedizas.
Volviste a sonreír al ver mi nerviosismo y entonces
llegó aquella frase: «Ven aquí, tonta». No
hizo falta. Fuiste tú quien se acercó y quien puso sus
labios sobre los míos.
Ese fue nuestro primer beso. En realidad fue una
primera toma de contacto porque yo me aparté en
cuanto noté el roce de tu boca. Me incliné bruscamente
y me tapé la cara con las manos. De repente
tuve miedo. De ti, de lo que podía suponer aquel
beso.
Volví a mirarte y allí te encontré, con esa mirada
verdeazulada tan cristalina que yo apenas podía sostener.
Y tu barba, que ya había comenzado a salir y
me pedía a gritos que la acercaras a mi piel. Y tu
boca, esa media sonrisa perfecta que me anunciaba
que en breve volverías a la carga.
«Tenía muchas ganas de saber cómo besabas»,
me dijiste. Empezaste a acariciar mis piernas y a besarme
el cuello hasta que de nuevo tus labios se encontraron
con los míos. Y, entonces, ya no me pude
separar.
Nos besamos durante un buen rato. Fue un beso
suave, de reconocimiento. Nos estábamos presentando,
dándonos a conocer.
Fuimos buscando recovecos, hasta aquel momento
desconocidos, y cuando nos detuvimos me di
cuenta de que aquel beso me iba a complicar la vida.
No sabría decir el motivo, pero me saltaron las alar-
mas. Lo intuí, aunque mi intuición se quedó corta.
Muy corta.
Te levantaste y me cogiste de la mano. Me dejé
llevar hasta la habitación y allí me desnudaste. De
repente esa imagen me hizo alejarme por un instante
de la agitación que me había provocado nuestro
primer beso. Al verte casi desnudo en mi dormitorio
supe que ya no había vuelta atrás, así que decidí dejarme
llevar.
Al día siguiente recibí unas flores.
A partir de entonces fueron sucediéndose los encuentros.
Sábados en mi casa, domingos en la tuya,
cenas, visitas fugaces a la hora del café, escapadas de
fin de semana, hoteles recónditos, viajes, desayunos.
Citas siempre envueltas en un halo de misterio porque
eran casi siempre improvisadas.
La adrenalina que me generaba la sensación de
no tenerte seguro no era comparable con nada que
hubiera experimentado antes. De repente, me parecía
que estaba viviendo con los cinco sentidos. Te
convertiste en el centro de mi vida y mis rutinas. Mi
día a día era una película en blanco y negro si tú no
aparecías en algún momento. Tú aportabas el color.
Nos escribíamos y nos llamábamos a cualquier
hora. Nos dábamos los buenos días y tu mensaje de
buenas noches era el que me permitía meterme en
la cama con cierta paz. Nunca completa.