domingo, 19 de enero de 2014

Señorita Rock and Roll

Ella salió corriendo de la casa con los ojos llenos de lágrimas.
Estaba cansada. Cansada de todos. De lo agobiante que le estaba resultando últimamente la gente que la quería. De las preguntas, una y otra vez las mismas. Ella creía que todo sería diferente dejando atrás lo que le había hecho feliz durante tanto tiempo sin darse cuenta. Ella creía que todo sería mejor. Pero no estaba siendo así.
La rabia le revolvía las entrañas, le enfurecía aún más ser la culpable de su propia ”desgracia”.
Había cogido las llaves del coche, y hecho la maleta. Cerró de un portazo a la puerta de casa.
Corrió hasta el coche sin que nadie tuviese tiempo a detenerla, y arrancó el motor, comenzando a andar sin que nadie pudiese ya alcanzarla.
Empezó a acelerar, y acelerar, y acelerar…dejó la mente en blanco mientras aún notaba húmedas las mejillas. Siguió acelerando…
- ¿Y entonces?
+ Entonces fue valiente.
- ¿Cómo?
Salió del país.
Cogió el primer vuelo a Boulder City y alquiló un viejo Cadillac.
Condujo por el desierto hasta llegar a Las Vegas. Sin demora, sin descanso. El calor le nublaba los pensamientos, le derretía las ideas, pero tenía muy claro lo que había ido a hacer allí.
Caía la noche cuando entraba en los límites de la ciudad.
Las luces contrastaban con el atardecer del ocaso. Los neones parpadeaban, el aire estaba viciado.
Cruzó avenidas, barrios bajos, barrios ricos.
Bajó del coche y anduvo por las aceras de aquellas animadas calles. Casi se podía imaginar que le seguía un lúgubre solo de saxofón al ritmo de su caminar.
A su lado salían constantemente de bares y casinos hombres borrachos, con grandes puros en la boca, y fajos de billetes en los bolsillos, putas hasta el culo de heroína, acompañando al hombrecillo gordo del Monopoly, gente riendo, absorta en un mundo en el que no había mañana. Ni noche.
Gente absorta en un mundo en el que la Confusión era el principal mandamiento de las tablas de Sin City.
Si miraba más allá de las cristaleras de los locales, vería go-gós y vedettes moviéndose sinuosamente al ritmo de música de streaptease, monstruos come-hombres enjaulados, queriendo salir, y volver con sus creadores.
Se metió en uno de aquellos bares. Bebió cerveza. Fumó marihuana. Escuchó Rock and Roll como nunca. Enseñó las tetas en uno de aquellos conciertos de músicos de garaje, que aquella noche habían tenido la suerte de que les contratasen en cualquiera de esos sombríos lugares. Aquellos músicos que ante un público difícil, probablemente se esforzarían mil veces más que cualquier artista con sello y discográfica.
Salió a tomar el aire, pensativa.
Miró el mapa.
Había marcado aquel lugar hacía tiempo, con un beso rojo de pintalabios. Ahora se veía borroso y difuminado por los años. Apenas se notaba el contorno de los labios, y no era más que un simple borrón carmín.
¿Tendría el valor de presentarse allí?
Se montó en el viejo Cadillac de nuevo, y llegó a aquel lúgubre Motel de carretera. La mitad de los neones fundidos. Se escuchaban gritos. A la izquierda una panda de traficantes colombianos, a la derecha, un grupo de la mafia china.
Salió del coche, y cogió su maleta.
- Habitación 304. – Dijo una mujer aburrida detrás de un sucio mostrador dándole una llave mohosa.
Llegó a la habitación. Todo daba vueltas a su alrededor. Tenía que controlarse. Abrió la maleta; en ella, una Biblia con un marcapáginas, que señalaba una conocida parábola, unas botellas de vino, y una de ron, y su ropa interior más sexy. Estaba sin estrenar, y sabía que era la que mejor le quedaba. Pero la había reservado para ese momento. Se lo debía.
Cogió la primera botella de vino, tinto, rojo como la sangre, y se la llevó al baño. Comenzó a beber mientras se duchaba, se pintaba aquellos ojos, felinos, y se ponía aquel conjunto tan poco recatado. Sabía que él estaría allí cuando saliese del baño. Aguardándola, sentado en la cama y mirando fijamente al suelo. Había albergado esa esperanza en su corazón durante los últimos años.
Llegaban desde la habitación las primeras notas de una canción, quizás un vinilo rayado por el desgaste del tiempo, del uso. Alguien había encendido el tocadiscos.
Abrió lentamente la puerta del baño. La habitación estaba a oscuras, iluminada tan solo por la tenue luz de unas pocas velas que antes no estaban ahí. En ese instante, su silueta apoyada en la puerta, y recortada por la débil y anaranjada luz del baño mostraba el explendor con el que contaban aquellas actrices del cine dorado. Esa Rita Hayworth, esa Monroe, esa Elizabeth Taylor. Esas curvas.
Parecía que su decadencia, y las arruguitas que comenzaban a aparecer en los bordes de sus ojos habían desaparecido por completo. Su pelo largo y ondulado, brillaba con fuerza. Se había dado color en las pocas canas que le habían empezado a salir. Si se arrancaba una le saldrían siete. El siete daba mala suerte, y ella era supersticiosa.
- Has venido.
- Lo sé.
Se acercó lentamente a la cama, mirando fijamente a sus ojos. Seductora, anheladora. Lo quería todo, entero, para ella. Y ella a cambio sería suya. Le hubiese dejado hacer todo lo que quisiese con su cuerpo esa noche. Demasiado tiempo.
[...]
A la mañana siguiente, una carta encima de la mesilla, y unos grasientos churros con café negro en el aparador.
He salido pronto hacia el aeropuerto, mañana trabajo, mi mujer creía que volvía ayer. Vuelve a casa con tu marido y tus hijos. También te necesitan. Te espero. Dentro de otros siete años, pero aquí estaré. Te quiero.
Fdo.: X.
”Genial”, pensó. Siete años. Otro reto.
Salió corriendo de la habitación, con aquel albornoz de motel raído por la lejía, buscándole en cada rincón del lugar, llegando incluso al aparcamiento, donde podían verse algunos restos de sangre mal limpiados de la noche anterior.
Lo único que vió fue un gato. Negro. Se le cruzó.
Como siete años atrás.

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